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Pirata
Fabio
ESCANEADO Y CORREGIDO POR ITZIAR
1
Costa de Carolina del Sur Septiembre de 1742
En la isla distante ardió el fuego tiñendo de escarlata el cielo nocturno, se oyeron gritos y el aire se llenó del olor acre del humo.
Marco Glaviano estaba de pie en el puente de mando del bergantín La Spada, y el viento del mar castigaba su cuerpo alto y vigoroso. Observaba por el catalejo la matanza en la isla Edisto, que se encontraba a media legua del puerto. El viento silbaba en los aparejos, el maderamen crujía y Marco veía cómo ardían las cabañas y las casas de las plantaciones, mientras los piratas españoles perseguían a los indefensos ciudadanos ingleses, hombres, mujeres y niños blandiendo los sables. La espantosa confusión parecía incongruente en la tibia noche de septiembre, ante un mar sereno y resplandeciente.
Desde su puesto tras el timón, Giuseppe, el timonel, se dirigió a Marco:
—Capitano.
Marco asintió con gesto torvo.
—Al parecer, nuestro enemigo ha lanzado este ataque contra las plantaciones inglesas de algodón en represalia por los cuatro españoles que fueron colgados en Hangman’s Pont, en Charles Town, hace diez días. —Lanzó una exclamación despreciativa— ¡Cómo odio a los españoles!
Giuseppe rió.
— ¡Eso no le impide acostarse con Rosa!
Marco le dirigió una sonrisa agria.
—Hay una gran diferencia entre retozar con una mujer española y querer atravesar con mi arma a sus compatriotas.
Giuseppe, un hombre menudo de cabello y ojos oscuros, echó la cabeza atrás y rió.
—Quizá después de todo la diferencia no sea tan grande, ¿eh, amico mio?
Marco no pareció compartir el humor obsceno de Giuseppe y volviendo a alzar el catalejo vio cómo un pirata español hundía el alfanje en la espalda de un inglés mientras otro de esos hijos de perra arrojaba al suelo a una mujer histérica y le desgarraba el camisón con intenciones de violarla. El capitán refunfuñó y bajó el catalejo. ¡Cómo detestaba la violencia de este mundo, que lo impulsaba a reaccionar del mismo modo! No necesitó preguntarle a Dio qué hacer frente a esa situación.
—Vayamos hacia la isla y veamos qué daño podemos causar a los enemigos. No puedo soportar ver cómo masacran y violan a mujeres y niños.
Giuseppe musitó “Sí, capitano”, y viró hacia el puerto. A voz en cuello, Marco impartió órdenes a la tripulación. Mientras los marineros se apresuraban a izar y a orientar las velas, se tiznó la cara y comprobó la carga de la pistola y el filo del alfanje. La visión de la carnicería que acababa de descubrir lo hizo hervir de cólera al recordar cómo un español había torturado y asesinado a su propio padre.
Marco Glaviano había nacido y crecido en Venecia. Cuatro años atrás su padre, embajador veneciano en España, había sido acusado de espionaje en ese país y enviado a la Inquisición para sufrir un destino fatal. Al enterarse de la muerte del esposo, a la madre de Marco se le destrozó el corazón. Y así, a los dieciocho años, Marco se encontró sin familia pues Bianca, su hermana, había muerto de fiebres años atrás. El joven, acongojado y amargado, se lanzó al mar como pirata con una tripulación reclutada entre sus propios compatriotas. Dejó de lado las convenciones y la religión formal. Finalmente llegó al Nuevo Mundo, y allí recibió una oferta del almirante británico que le brindó la anhelada oportunidad de vengarse. Se enroló como corsario inglés en la guerra contra España por las colonias y las tierras de ultramar.
Cuando el casco de La Spada rozó un banco de arena, Marco ordenó arriar las velas, echar el anda y bajar la chalupa. Dejó a cargo al alférez, y seleccionó rápidamente a siete de sus mejores hombres, incluyendo a Claudio, el cabo y Luigi, el contramaestre, para acompañarlo en la misión de salvamento.
Los hombres dejaron la embarcación en la playa y se arrastraron entre las malezas del pantano avanzando furtivos hacia el lugar de la carnicería, guiados por las llamas y los alaridos. Marco indicó a los hombres que se separaran mientras él se lanzaba a la carrera hacia el punto donde había visto a un español intentando violar a una mujer inglesa. Vio cómo ese gordo canalla se removía sobre una frágil mujer que gritaba desesperada.
De un salto, Marco se precipitó a rescatar a la mujer separando de ella al villano. El hombre, al ser sorprendido, perdió un instante el equilibrio hasta que la cólera lo puso en acción. Sin molestarse siquiera en abrocharse los pantalones, el español desenvainó el alfanje y cargó contra Marco con un bramido de ira. Marco eludió el ataque y se enzarzaron en combate; el veneciano detuvo con destreza los ataques y respondió con rápidas y agresivas estocadas manteniendo un ágil juego de pies. Las dos hojas se cruzaron con un chirrido agudo y Marco hizo retroceder al español. Se agachó mientras el adversario atacaba tratando de alcanzarle el cuello. Marco se irguió y derribó al español con una estocada en el abdomen.
Rápidamente, Marco se volvió hacia la mujer. Contempló compasivo la expresión acongojada de la víctima, el rostro golpeado y los ojos agrandados de terror, se inclinó, le bajó el camisón y la ayudó a ponerse de pie.
—Mujer, ocúltese en los campos —le ordenó en tono áspero—. Y quédese allí hasta que haya pasado el peligro.
La víctima asintió y se marchó tambaleante.
Mientras Marco la miraba irse, otro corsario saltó sobre él blandiendo el alfanje. Marco bloqueó el ataque con su propia arma. Durante unos segundos, resonó en la noche el choque de los aceros mientras los dos ejecutaban una extraña danza vapuleándose, esquivando y atacando. Marco fue el primero en herir al oponente provocándole una furia tan desmedida que se tornó descuidado. Con un alarido, el español se lanzó hacia adelante dispuesto a matar, pero Marco lo desmayó de un certero golpe con el lado plano de su espada alfanje.
El veneciano contuvo el aliento. Los ojos azules examinaron el paisaje parpadeando a causa del humo. Vio que varios de sus hombres luchaban con los otros piratas. Se trataba de los hombres de Carlos, su peor enemigo, al que anhelaba derrotar en el campo de batalla donde cada hombre contaba con su propio valor intrínseco y no en el puerto, donde estaban obligados a tratarse de manera civilizada. Siendo los dos corsarios más importantes de sus respectivos países, el veneciano y el famoso español se habían enfrentado muchas veces durante esa guerra.
Pero en el mismo momento en que divisaba a lo lejos al imponente enemigo blandiendo el alfanje, la mirada de Marco se topó con una niña en camisón y bata que salía de una cabaña cercana, una de las pocas construcciones que no se había incendiado. Era una criatura sorprendente, de no más de doce años, alta y esbelta, de espesos cabellos castaños aclarados por el sol, a los que agitaba ahora la brisa nocturna. Tenía un rostro perfecto: largo y anguloso, de boca llena, barbilla fuerte, nariz respingona y ojos inmensos.
Dos fueron las características de la niña que más lo impresionaron: por un lado, era la criatura más hermosa que había visto en su vida. Y por otro, a diferencia de las demás personas, lo miraba con audacia, sin el menor signo de temor...
Christina Abbott dormía cuando el olor del humo y los ruidos de la matanza la despertaron. Acababa de salir de la cabaña cuando divisó al gigantesco pirata en la playa, frente a ella. Ahora lo contemplaba fascinada, hechizada. El hombre no llevaba camisa, vestía chaleco de cuero y bandolera con pistolas y dagas enfundadas. La luz de la luna brillaba sobre los hombros y los brazos lisos y fuertes, arrancando chispas de plata al único aro que llevaba en la oreja y al alfanje. El viento adhería los amplios pantalones a los musculosos muslos. Para la imaginación infantil de Christina era la visión más gloriosa de un bárbaro, con la cara tiznada, el largo cabello rubio y los ojos azules que parecían arder en la noche, como una mítica criatura de Las mil y una noches. Por extraño que resultara, no temía al feroz conquistador y en cambio se sintió arrobada por esa áspera belleza masculina.
Despegando por un instante la mirada de los ojos de la niña, en una fracción de segundo Marco vio que un español se arrojaba sobre ella. En el mismo instante, el veneciano blandió el alfanje y saltó entre los dos enzarzándose en una feroz batalla. Avanzó agresivo, y ensartó al español antes de que el atacante pudiese herir a la niña.
Cuando el contrincante cayó, Marco se volvió hacia la muchachita y descubrió estupefacto que se había quedado imperturbable viendo cómo mataba al hombre... más aún, seguía mirando extasiada a Marco. Entonces, el veneciano divisó a Carlos que se aproximaba a ellos con el alfanje en la mano.
¿Debía quedarse y luchar, arriesgarse a que Carlos o alguno de los otros depredadores atraparan a la niña? Al parecer, estaba sola, no se veía a ningún posible protector. ¿Acaso la familia habría perecido en la matanza?
“Los españoles la violarán”, pensó asqueado. Y lo que podrían hacerle los hombres de Carlos sería peor aún. Se sintió casi enfermo al imaginar esa posibilidad.
Marco contempló ese rostro cándido y tomó una impulsiva decisión. Esta sería una presa que arrebataría a los españoles.
Le habló en tono apremiante:
—Cara, aquí no estás a salvo. Los saqueadores podrían hacerte daño. ¿Vienes conmigo?
La muchachita aceptó sonriendo.
El hombre sintió que necesitaba salvarla de inmediato; se acercó, pasó un brazo por la delgada cintura de la niña y la alzó sobre el hombro. La muchachita no se resistió, le pareció liviana como una pluma. Una inusual ternura le oprimió el corazón, y volvió a recordar a Bianca, la hermana que no tuvo oportunidad de llegar a una floreciente feminidad.
Esta chica la tendría. No había podido salvar a su hermana pero defendería esta otra vida tan preciosa.
Miró alrededor efectuando un reconocimiento del campo de batalla. Carlos había desaparecido de la vista. Los hombres de Marco habían matado a varios de los atacantes mientras los otros españoles huían hacia la chalupa. Pero Marco no confiaba en los bastardi cuando el peligro hubiese disminuido, volverían para dedicarse a su antojo al pillaje y a la violación.
Pero a esta niña no la tocarían.
Lanzó un silbido indicando a sus hombres que retrocedieran y se encaminó hacia la chalupa con la niña.
No obstante, había avanzado menos de diez metros cuando apareció vociferando una vieja encorvada, vestida con camisón y gorro de noche y se precipitó hacia él golpeándolo en la espalda con ambos puños.
Marco se volvió hacia la bruja blandiendo el alfanje, con la niña aún sobre el hombro. Contempló a la vieja con gesto fiero, y la mujer lo miró con los puños apretados y un brillo sanguinario en los ojillos oscuros.
— ¡Mujer, retrocede o hallarás la muerte! —rugió Marco.
La mujer no retrocedió un centímetro.
— ¡Pagano sanguinario, si no suelta a esa niña esta noche lo veré en el infierno!
— ¿Quién es usted? —preguntó Marco.
—Soy su niñera.
Marco lanzó un resoplido desdeñoso y retomó la marcha hacia la chalupa.
—Si es la niñera, tendría que haberse preocupado más por la seguridad de la muchacha. No la dejaré aquí, pues más tarde cuando los españoles vuelvan podrían causarle daño.
—¿Y qué hará usted con la chica, mi noble salvaje? —siseó la niñera corriendo junto a Marco.
—Pienso llevarla a un lugar seguro —replicó.
—¡En ese caso, yo iré con ustedes! —insistió la anciana.
Ya habían llegado a la orilla y se dirigían hacia la chalupa.
—De acuerdo, mujer —dijo Marco, molesto—. Pero si aprecia su vida, le aconsejo que controle la lengua.
Cautelosa, la anciana guardó silencio mientras el hombre dejaba a la niña en el bote, ayudaba a la vieja a subir y luego subía él mismo. Luigi se acomodó entre ellos y miró interrogativo al capitán, señalando con un gesto a la niña y a la vieja y guiñándole un ojo.
—Patrón, ¿ha decidido dedicarse a cuidar niños?
Marco miró de soslayo al cabo.
—Quiero salvar lo que queda de la infancia de esta niña, y espero que seas capaz de contener la lengua.
Luigi calló ante el reproche; una vez que estuvieron todos a bordo de la chalupa, mientras remaban hacia el bergantín, los otros hombres de Marco dirigían a la niña y a la anciana cautelosas miradas de soslayo. Entre tanto, los artilleros de Marco disparaban el cañón de La Spada contra el balandro de Carlos que se encontraba al sur del bergantín. Al ver que los disparos explotaban en el agua sin dar en el blanco, y que el balandro se alejaba indemne, Marco lanzó un juramento.
Frente al veneciano, Christina Abbott, con los ojos agrandados de fascinación, vivía excitada esa aventura inesperada. Esa noche, al despertarse y oír los alaridos de los isleños, por unos momentos se había sentido atemorizada. Sin embargo, en el mismo instante en que salió y vio al pirata alto y rubio, todos sus terrores desaparecieron. Ese gigante que la había salvado de los saqueadores era el hombre más magnífico que había visto en su vida. Contempló admirada el rostro de exquisito cincelado: el perfil noble de la nariz, la boca firme, el mentón fuerte, los pómulos altos, los ojos profundos y la frente despejada. Miró cómo el viento agitaba los largos mechones rubios en torno de ese noble rostro. Nunca había conocido a alguien como él.
Se acercaron a un largo bergantín de dos mástiles cuyas velas plegadas restallaban y ondulaban en el viento. El pirata alzó a Christina sin esfuerzo hasta la escala de cuerda, la niña trepó por ella y subió a la cubierta principal del barco. Mientras ascendían los demás, observó lo que había en derredor: las extensas cubiertas sumidas en la barahúnda, los cañones, las cuerdas y avíos, los pollos y cerdos sueltos que correteaban y los marineros barbudos tocados con tricornios que contemplaban a Christina y a Hesper con franca curiosidad.
El anfitrión ordenó en voz áspera que levaran el ancla, izaran las velas y enfilaran hacia el sur, y luego se volvió hacia Christina y su niñera. Con un simple gesto de la cabeza, les indicó:
—Ustedes dos, síganme.
Christina miró a Hesper, la anciana asintió y entonces ambas siguieron al hombre alto a través de la cubierta y bajaron la escalera hacia el pasillo de los camarotes. A medida que el pirata las guiaba por el angosto pasillo hasta un pequeño camarote, llegaron a las fosas nasales de Christina los olores de la sentina, de alimentos podridos y de excrementos animales. A la suave luz de una lámpara de aceite, Christina vio una litera desordenada y una mesa repleta de mapas sobre la que también había una jarra de bronce y un sextante.
De inmediato, Hesper comenzó a increpar al anfitrión.
—Señor, insisto, devuélvanos de inmediato a la niña y a mí a nuestro verdadero hogar.
El pirata ni parpadeó; tomó un trozo de tela, lo humedeció en una palangana y comenzó a quitarse lentamente el tizne de la cara.
—Mujer, eso está fuera de discusión.., al menos hasta que hayamos sostenido una pequeña conversación. —Indicó la litera—. Por favor, siéntese.
Hesper devolvió la mirada al corsario con los puños apretados y los ojos echando chispas.
—¡Bestia sanguinaria, si supone que meterá a una de nosotras en su litera, está muy equivocado!
Para sorpresa de Hesper, el hombre echó la cabeza hacia atrás y rió. A Christina le encantó el brillo de los dientes blancos y perfectos y el resplandor alegre de los bellos ojos azules. “¡Oh, qué criatura tan maravillosa!”, pensó; ahora que se había quitado el tizne podía ver bien el rostro bronceado. Bajo la luz suave que arrancaba un tenue resplandor a los músculos duros y a la piel curtida, su cuerpo tenía un aspecto todavía más magnífico.
—Mujer, si cree que estoy tan desesperado por compañía femenina —le dijo a Hesper— como para recurrir a usted, se engaña. Sólo pensé que tal vez usted y la niña preferían sentarse.
Hesper dirigió al pirata una mirada de reojo, aferró a Christina por el brazo y se sentaron con recato en el borde de la litera.
Marco vio que ambas lo observaban con toda atención: la niñera, haciendo una mueca y con expresión despectiva, y la niña de inocente belleza, con aire fascinado. No pudo resistir guiñar un ojo al angelito, y la muchachita le sonrió exhibiendo unos pequeños dientes perfectos y los hoyuelos más adorables que Marco hubiese visto. De pronto, se le ocurrió lo divertido que sería tener a la chica como hermanita, mimarla y consentirla sin límites.
Pero al descubrir el brillo hostil en los ojos de la niñera se puso serio. Se aclaró la voz.
—Mujer, ¿cuáles son vuestros nombres?
La anciana resopló.
—La niña es Christina Abbott y yo soy su niñera, Hesper Bainbridge. —Y concluyó en tono sarcástico—. ¿Y con quién tengo el gusto de hablar, Su Señoría?
Marco pronunció en tono perezoso.
—Soy Marco Glaviano, al servicio de Su Majestad como corsario en la lucha contra España.
—¡Un corsario! -exclamó Hesper—.¡No es mejor que cualquier sanguinario pirata!
La boca bien cincelada de Marco se estiró en una sonrisa, pero no replicó.
—¿Qué las llevó a usted y a la niña a la isla Edisto?
Hesper entrecerró los ojos.
—La niña es huérfana, sus padres murieron el año pasado al hundirse el barco en que viajaban frente a la costa de Carolina del Norte. Su tutor reside en Charles Town; tiene poca paciencia con los niños y por esa razón nos envió a las dos a su cabaña en la isla. Y desde entonces, yo la cuido y la educo.
Marco escuchó estas revelaciones con semblante adusto.
—Señora, ¿qué clase de imbécil es ese tutor del que habla? ¿Acaso no sabe que Inglaterra y España están en guerra, y que las islas como Edisto son asoladas a menudo por los corsarios españoles?
Hesper se encogió ante la pregunta del veneciano.
—Señor, no está en mis atribuciones indicarle al tutor de Christina lo que tiene que decidir.
—Mujer, en ese caso, usted es una tonta —replicó Marco. Ignoró la exclamación indignada de Hesper y miró a la chica—. Como la niña no tiene parientes y su tutor ha descuidado su deber de velar por su seguridad, creo que estaría mucho mejor en la isla del Caribe que mis hombres y yo utilizamos como base de operaciones.
Ante esta sugerencia, la niña manifestó una gran alegría, pero la niñera abrió los ojos enfurecida.
—¡Canalla infiel! ¡Ya he oído hablar de esos horribles antros de iniquidad que hierven de saqueadores como usted por todo el Caribe… bebiendo, entregándose a la perversión y cometiendo Dios sabe qué pecados! Le aseguro que la niña y yo no queremos nada de eso.
Marco reprimió la risa.
—Mujer, le aseguro que usted y la niña estarán libres de todo daño y perjuicio. ¿De verdad supone que estarán mejor en Edisto de lo que estarían conmigo en el Caribe? Conozco bien a Carlos, el hombre que atacó la isla esta noche, y le aseguro que ni usted ni la muchacha estarán seguras del salvajismo de esos piratas cuando regresen.
Hesper contuvo el aliento y guardó silencio.
Marco miró a la niña.
—Dejemos que la chica decida. —Como Christina se limitó a mirarlo, se acercó a ella. Una emoción profunda y sin nombre le atenazó el corazón al contemplar a la niña que lo miraba con toda intensidad—. Estás muy callada, cara —dijo en voz suave—. Dime, ¿te asustan los bucaneros?
La chica movió la cabeza con vehemencia.
—No. Pienso que eres maravilloso.
La niñera lanzó una exclamación indignada, pero Marco se vio forzado a sonreír. La voz de la chica era tan dulce y armoniosa que le sonó a música.
—Entonces, ¿qué quieres hacer? ¿Volver a la isla o ir con nosotros al Caribe?
La sonrisa fue instantánea y asombrosamente radiante.
—Quiero ir a vivir contigo a tu isla.
Hesper expresó su consternación, pero cierto instinto paternal impulsó a Marco a rozar con dulzura la mejilla de la muchacha.
—Entonces, cara, será como tú deseas.
Entretanto, Hesper volvió a manifestar su furia.
—¡Señor, insisto en que nos lleve de regreso a la isla!
Marco se limitó a encogerse de hombros.
—La niña ya eligió, mujer, pero nada me agradaría más que ordenar que la lleven a usted y me libren de semejante espina en el costado.
Hesper se estremeció de ira.
— ¡Si cree que podrá alejarme y llevarse a la niña Dios sabe a qué isla perdida, debe de tener un guisante en el lugar del cerebro...!
—Entonces, está decidido —silabeó Marco—. Hasta que retornemos a Isola del Mare, pueden ocupar mi camarote y veré si encuentro alguna ropa para ustedes. —Dirigió a la niña una mirada bondadosa—. Buenas noches, cara.
—Buenas noches, pirata —susurró la niña.
Marco salió riendo del camarote.
Hesper volvió a la carga y exclamó con un susurro enfadado:
—¿Por qué le dijiste a ese forajido que querías ir con él al Caribe?
Christina alzó la barbilla en gesto desafiante.
—Porque nos rescató de los saqueadores y porque me gusta.
Hesper resopló:
—¿Acaso te agradará lo que te hagan él y esa banda de infieles?
Christina miró a la niñera sin inmutarse.
—Marco no nos hará daño. Lo prometió.
—Señorita impertinente, ¿de modo que ahora es “Marco” para ti? —preguntó Hesper, desdeñosa—. ¿Y crees en la promesa de este… bandido?
—Dijo la verdad —replicó Christina—. Tío Charles cometió un error al enviarnos a la isla. Allí no estábamos seguras. El español podría volver y masacramos.
—Si te hubieses quedado en la cabaña, como debías hacerlo, nada de esto habría ocurrido.
—Si me hubiese quedado en la cabaña, esos brutos nos hubiesen asesinado en nuestras camas.
Hesper refunfuñó y se dio la vuelta para alisar la litera desarreglada.
—De momento, necesitamos descansar —murmuró, fatigada—. Por la mañana resolveremos este embrollo.
La vieja apagó la lámpara de un soplido; Christina se quitó la bata y las dos se acostaron en el estrecho camastro. Christina no podía dormir a causa de la excitación que sentía. Desde que había perdido a sus padres el año anterior, se había sentido como una prisionera con la única compañía de esa anciana mandona que no hacía más que darle órdenes y lecciones. Esa noche, en cambio, un galante salvador la había rescatado permitiéndole vivir una gran aventura. Esperaba ansiosa las nuevas revelaciones del día siguiente.
Marco. Le agradaba el sonido de ese nombre. Evocó la belleza del cuerpo alto y musculoso, el brillo risueño de los ojos y la ternura de la sonrisa. Recordó los dedos fuertes y cálidos que le rozaron la cara y el extraño estremecimiento que la recorrió en ese momento. Sabía que aún no era una mujer... y sin embargo tenía conciencia de que su corazón se sentía irremisiblemente atraído hacia el apuesto príncipe que esa noche había cambiado su vida para siempre.
Junto a la muchacha, Hesper tampoco podía dormir, pero por razones muy diferentes. El desasosiego por lo que el destino podría depararles a ella y a la criatura a su cargo, indefensas en manos de esos piratas bárbaros, la llenaban de miedo y de cólera. La niña era una tonta ingenua al imaginar que realizaban un mágico viaje; Hesper sabía lo que les esperaba. No con fiaba más en los forajidos italianos q...
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